Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito (Rayuela)
A mí estas fechas me ponen irónica. Se me activa la sensibilidad artístico-sociológica y en cada escena familiar veo una película de Berlanga, todas las conversaciones me recuerdan a Esperando a Godot y las melopeas me parecen aceptables representaciones de la Divina Comedia. Me lo paso bien en el gran teatro de mi mundo.
Mi familia de aluvión es cada vez más grande y mis padres cada vez oyen menos, un disparate de malentendidos. Se nos podría colar cualquiera en la cena de Navidad, que no nos enteraríamos. Los miro y me parece que vivimos en el callejón del Gato. Discutimos, nos enfadamos, nos protegemos, nos reconciliamos, nos volvemos a pelear. En definitiva, nos queremos. Nos queremos como buenamente se puede, que es como buenamente se puede querer.
La familia nos devuelve una imagen deformada de nosotros mismos. Se parece mucho a lo que no quisimos ser, pero es lo que somos. Lo más verdadero que somos. Y lo más importante que tenemos.
La vida, que es un esperpento, nos da y nos quita, sin explicaciones. Acaba de recordarle a una amiga -y a sus amigos- lo delgada que es la línea entre ser y no ser, entre tener y no tener. La vida es la belleza mirándose en el espejo cóncavo; absurda y deforme, pero bella. La única forma de soportar tanta incongruencia es queriéndonos.
No se aprende a querer, se quiere queriendo y dejándose querer. Pero hay que querer querer y no perderse en las trampas que nos tiende lo insignificante, lo secundario, lo nimio. Cuando la vida aparece con sus avisos, lo único que importa y nos soporta es la familia, por defecto, y los amigos, por afecto.
Disfrútenlos lo más absurdamente que puedan.